* Relato de un sueño
(Por Leandro Múnera)

Tengo la certeza que los sueños son tan reales como la vida misma; siempre traen un mensaje. Está la posibilidad en que haya uno o varios sueños que no recordemos, y si no los recordamos no es porque nos sean insignificantes sino porque alguna viva luz aventurera que ha escapado de su encierro alcanzó a iluminarlos e hizo que nos cegara y entorpeciera en su destino. Los sueños viven en la oscuridad de nuestra mente, ese es su mundo, y ha de serlo por siempre.

***
En esta casa no hay un sueño seguro desde hace tres días. No hay tranquilidad iniciada la media noche. Duermo en el cuarto último al final del pasillo y siempre despierto a la misma hora, suceda o no suceda: ver mis cobijas amontonadas en el suelo, y la espesa bruma de la noche que me envolvía abandonar mi cuerpo y un aroma tan fresco como el de la flor más pura y virgen del huerto disiparse con mi respiración agitada. En seguida, el céfiro enviado musita a mi oído sentencia que recuerdo: “O mi leal amador”. Era una voz dulce y tan atrayente de alguna mujer que de momento me hechizó. Al salir el céfiro por la ventana, eso lo sé porque cuando lo hizo movió las cortinas, lo seguí esperanzado por ver a esa mujer al otro lado, pero sólo estaba la luna encendida en lo alto del cielo golpeando parte de la tierra con su luz veraniega. Al sentirme a salvo en mi alcoba de nuevo, volví en sí, y escribí la sentencia en la pared para no olvidarla ni en la mañana. Aunque no era claro, sé que ya había oído antes esa sentencia en alguna parte. Al despertar realmente, pasé todo el día en casa tratando de recordar su origen sin hallar una satisfacción.

A la noche siguiente, el sueño pareció prolongarse un poco más. Estaba a solas en la orilla de alguna isla en la costa con la vista perdida en el horizonte sobre el ancho mar. Era una cálida noche. La luna y las estrellas habían desaparecido una por una a causa de la espesa niebla, y no me importó. Seguí esperando que pasara algo, y no sabía qué.
De pronto se encendió una luz de fuego en el occidente que llamó mi atención; se dice que todo lo proveniente del occidente es la contraparte del bien, y la voz dulce y atrayente de esa mujer se dejó oír:

“O mi leal amador,
do lealtad vivía,
no quiero vivir sin ti,
que el vivir muerte sería,…

…al tiempo de esas palabras una sombra se acercaba atravesando la niebla y terminó diciendo:

“recíbeme allá contigo
y ansina desaparecería”.

Desperté con mi respiración agitada en tanto ese fresco aroma de rosas tan puro y virgen se disipaba, y la espesa bruma que me envolvía abandonaba mi cuerpo y recogía las cobijas amontonadas que estaban en el suelo. En seguida, el céfiro enviado musitó de nuevo a mi oído la antigua sentencia que recuerdo.

Jamás vi su rostro, sin embargo, ahora tenía una idea acerca del origen del sueño y de esa sentencia; lo cual me llevó a recordar la historia de Hero y Leandro, dos desgraciados amantes de la mitología griega que, según se dice, el amor que ellos se tenían simbolizaba el carácter efímero de la felicidad:

Se sabe en Grecia que Leandro, llamado también “El Abideno”, por ser de Abidos, ciudad situada en el lado asiático del estrecho de Dardanelos, cada noche cruzaba a nado el Helesponto para ver a su amada Hero, sacerdotisa de Afrodita en la ciudad de Sestos, situada en la costa europea del mismo estrecho, frente a Abidos. El joven se guiaba por una lámpara que Hero mantenía encendida en la ventana, a lo alto de la torre en la que vivía. Allí, Leandro permanecía con ella hasta el amanecer y regresaba de nuevo a su casa anado. De este modo pasaron juntos haciendo el amor muchas noches de verano. Pero llegó el invierno con sus tempestades y Hero siguió dejando la lámpara encendida en su ventana y Leandro desafiando las traicioneras aguas del estrecho. Por fin una noche, durante una violenta tempestad, el viento apagó la lámpara de Hero y Leandro se perdió en medio de las olas y la oscuridad y se ahogó. A la mañana siguiente, Hero se asomó a la ventana y vió, al pie mismo de la torre, el cadáver del joven. En su dolor, y desesperada, se precipitó desde lo alto de la torre y cayó junto al cuerpo sin vida de su amado, perdiendo así la suya.

Pasé la noche anterior sin dormir recordando la historia y su significado, o ya por miedo de encontrarme con esa mujer en la penumbra y no conocerla, ya sin precisar por qué me buscaba cada media noche en mis sueños, ya por poseer esa dulce y atrayente voz hechicera de mis sentidos, ya…ya no quería dormir, pero había algo familiar en ella que me incitaba a hacerlo.
Hoy ha comenzado a llover. La noche ha llegado pronto, y el café ya no ayuda. Al fin la fuerza de mi cuerpo comienza a flaquear. No me queda más que rendirme al encuentro con mis sueños. Sólo tengo la certeza que los sueños son tan reales como la vida misma, y tal vez allí no estaré a solas cuando duerma.

Derechos reservados © 2007 epitafioss.blogspot.com
* Una fábula porteña
(Por Fabián González)

No es fácil encontrar el residuo de lo gótico en Buenos Aires. Es una ciudad de eterna vigilia, en donde lo mundanal ha ahogado lo fantástico y los relatos no tienen oyentes. Tal vez es cierto que ningún fantasma ha caminado por sus calles, que ninguna maldición se ha posado sobre sus casonas antiguas. Pero me basta caminar por la madrugada, en ese único momento en que la gran ciudad duerme para saber que sigue existiendo magia en sus veredas. Es una sensación, tal vez un sonido, un murmullo. Es un instante en que la muchedumbre durmiente no puede silenciar a los espectros. Esos fantasmas emiten su discurso pronunciado en antigua y desconocida lengua. Tratan de contar lo que les pasó a los transeúntes despreocupados, sumidos en el dolor de las almas que no estén en el cielo pero tampoco en el infierno. Y es entonces cuando yo, un romántico, un poeta, me pongo a escuchar sus relatos. Aunque no puedo entenderlos me gusta mecerme en sus palabras que dicen -yo lo sé- algo importante. Me gusta sentir que soy uno de los pocos que sabe sus secretos. Pero cuando la gente comienza a despertar, ellos callan y yo vuelvo a ser Raél Wilde, un loco, un fracaso. Aquel día había visto a un niño hurgando en la basura, a un par de borrachos cantando al unísono una vieja canción y a una prostituta ejerciendo su oficio. En las calles del barrio de Balvanera no es nada fuera de lo comían. Vivo en una casona en avenida Independencia, donde mis abuelos me educaron desde muy pequeño. De mis padres sólo existe una sombra. A veces recuerdo una sonrisa, unos labios finos, pero el accidente sólo me dejó fotografías e imágenes inconexas. Mis abuelos habían muerto dos años atrás, mi abuela primero y después mi abuelo. Los espectros, la música de un viejo tocadiscos y la frondosa biblioteca familiar eran mi única compañía. Cuando los rayos de sol comenzaron a asomar y no había nada más que escuchar en las calles, volví al hogar. Me aguardaron dos horas de éxtasis poético, escribiendo pulcros versos, que serían condenados al fuego cuando la mañana siguiente me sorprendiera con la falta de talento. Luego me sumí en la obra de Poe y en la fina prosa de Lovecraft. Leí alguna monstruosidad porteña de JJ Bajalída, pero no quede satisfecho. Me levanté para tomar un libro más, para ahondar más en ese laberinto de roble que contenía fascículos inéditos coleccionados por varias generaciones. Un tomo ennegrecido por el tiempo me llamó la atención. Fue por esa idea singular de lo estético que me había acompañado durante toda mi vida. Un libro de esas características, polvoriento, antiguo, no podía dejar de tener saberes dignos de conocer. Estética de alquimista, decía mi abuelo, burlándose de mi ingenuidad. Pero mi intuición -lamentablemente- no falló esa vez. Abrí el fascículo. "El Manifiesto de Aurelio", señalaba la primera hoja en tono imponente. Ante mi asombro era un manuscrito. Identifiqué la letra de mi abuelo, fina, ese tipo de letra que se ha perdido. Señalaba ser una traducción de un original en latín escrito en el siglo XVII. Parecía ser más una obra sensacionalista, que algo digno de mi atención.

Estuve a punto de cerrarlo y volverlo a colocar en su estante en la biblioteca, pero por algún motivo comencé a leerlo. Había algo en la forma en que estaba escrito, algo en las palabras, que lo dotaban de un terrible realismo; por más de que había muchos hechos fantásticos que no creería ni un chiquillo de cuatro años. Era la vida de un abad francés, Aurelio, que había estudiado la cábala y alquimia.

"Dios es invisible ante los ojos de los hombres; y sus hijos no deben desear ver su rostro", decía mi abuelo citando en su faena de traductor al religioso. Rescataba los morbosos rituales que había llevado a cabo aquel sujeto del pasado, hombre que nunca debió haber existido para bien de mi cordura y el de todos sus lectores. Aurelio vivió en Normandía. Huérfano, se crió en una abadía entre monjes. Hacia la adolescencia comenzó a llevar a cabo un profundo análisis teológico, que lo llevó a estudiar fragmentos de antiquísimas obras. Ya en su madurez comenzó a practicar la magia para acercarse a Dios "pero el Supremo permanec\'eda distante, alejado". Comprendió que la mejor forma de estudiar a Dios era a través de la magia negra. Se acercó a los dioses paganos a quienes los antiguos europeos rendían pleitesía. Estudió la magia negra y descubrió cultos que habían sobrevivido desde la antigüedad hasta el presente. Supo que tras todo sacrificio, tras todo ritual existía una entidad, así como existía un Dios que la había creado. Practicó actos impuros y bailó junto a las brujas en sus aquelarres. Envejeció entre los males del mundo, pero su fin era santo, digno de un hombre de Dios. Quería acercarse al Supremo y para ello debía recurrir a su antítesis, al mismo demonio. Ya en su lecho de muerte, consiguió cita con el Maligno. La figura oscura acudió a su puerta, entró impetuosa a su habitación y le susurró al oído:

-Toda la vida has tratado de ver algo que no existe. Yo soy el único y el de siempre. Ahora la muerte te recoge y sabes que no hay más que dolor tras el umbral. Más dolor aún por la esperanza perdida. Vi crepitar las hojas del trabajo de mi abuelo. La bebida me ayudó a olvidar... olvidar por un tiempo aquello que había leído. Pasaron días antes de que pueda salir nuevamente a las calles. Pero cuando el valor regresó, ahí estaba devuelta la madrugada de Buenos Aires, con sus espectros ignorados. Seguían balbuceando su discurso intangible. Pregunté a ellos si era cierto pero permanecían distantes, imperturbables como siempre. Una mano se posó en mi hombro. Reconocí detrás mío, en el fantasma que se me presentaba el rostro antaño afable de mi abuelo.

-¿Qué pregunta te aflige?
-¿Es verdad? ¿Es verdad que no existe?

Sonrió y se perdió en la neblina matinal.

Derechos reservados © 2007 epitafioss.blogspot.com
* Reflexiones de un condenado
(Por Antonio Jara de las Heras)

Cuando alguien sabe con certeza, como yo mismo, que todos los sufrimientos y angustias de esta insulsa y trivial existencia material carecen de interés si se tienen en cuenta todos los ciclos de existencia Primigenia y eterna, sólo le queda esperar a que llegue su postrer día.

Llegar a estas conclusiones no es fácil, ni siquiera trabajando en ello se da normalmente con unas pistas que siempre, en principio, tienen una explicación racional. Pero yo, que en ningún momento busqué los horribles eslabones que me llevaron a lo que cualquier persona podría llamar locura, sé mucho, más de lo que quisiera, y no me suicido directamente porque quizá tras la muerte todo me sea revelado con mucha más claridad, y entonces haya algo de verdad en lo que cuentan ciertas religiones sobre un infierno eterno.

La investigación llevada a cabo por dos inocentes detectives españoles hace unos años reveló la existencia de un Ser, el Supremo Necromante, que se alimenta de las almas y cuerpos de sus acólitos. También otras personas, o fragmentos de ellas, han sido condenadas a una ignominiosa existencia eterna formando parte de la estructura viva y muerta a la vez de Tilonac.

Por desgracia, yo leí el relato que el pobre Felipe Carrión dejó escrito antes de su muerte, y fui a la casa del Ser, y lo vi, y me olió. Desde entonces mis miembros palidecen y mi tensión es cada día más baja. Mi sangre es ahora su sangre y pronto perderé la vida.

De la familia que desapareció en Fuenleón eligió los brazos, de los pobres detectives la mente. De mí parece que le ha gustado la sangre. Sólo me queda esperar a que mi corazón no tenga nada que bombear, y ojalá que no haya vida después de la muerte.

Derechos reservados © 2007 epitafioss.blogspot.com
* El corro de la patata
(Por Eugenio Barragán)


No sé que estoy haciendo aquí. A mi lado izquierdo, cogido de la mano, una señora vestida de criada con su cofia, su mandil y un vestido oscuro. A mi lado derecho, un bombero con su casco, ambos miran impertérritos hacia el frente.

No sé que hago aquí. Estoy como flotando en la nada. Y como todos miro hacia el frente bajo está luz tenue. Veo a un ejecutivo portando su maletín. A su lado izquierdo está un mecánico con sus manos repletas de tiznajos negros y de grasa, y a su lado derecho un recluso con su traje de rallas.

Nos ponemos de cuclillas, y nos volvemos a levantar, alzamos los brazos, y seguimos mirando sin mirar, de frente o al frente. Estoy consternado, no puedo expresar mi desagrado, ni siquiera articular las facciones de mi cara. Compruebo espantado de que estamos bailando al corro de la patata, pero nadie canta; sólo hay una extraña música de fondo,... una música sacra.

Una persona mira nuestros movimientos mecánicos, y anota no sé que en una libreta. Siento terror al fijarme en unos detalles de mis compañeros de baile: la criada tiene parte de su cara quemada, el bombero está azul, parece que se esté ahogando, el mecánico tiene las tripas rebosando de su abdomen, el ejecutivo tiene el corazón y el marcapasos colgando de su pecho, el recluso tiene una navaja clavada en su espalda.

Yo sigo sin saber que estoy haciendo aquí, como flotando, sin saber porqué estoy bailando esta danza macabra... quizás sea un sueño,... un maldito sueño del que no tardaré en despertar. Pero dejaron de bailar, las manos se deshicieron de manos y los cuerpos siguieron flotando en la piscina de formol.

Las luces de la sala se iluminaron y una serie de médicos forenses comenzaron a examinar las víctimas de sus autopsias. El jefe médico comenzó a explicar la situación de cada uno de los cuerpos inertes. "Todos los casos son evidentes. Por lo que comenzaremos con éste que tiene cara de extrañeza y asustado, en el fondo nadie sabe por que está aquí.

Derechos reservados © 2007 epitafioss.blogspot.com

Visita www.escalofrio.com

Visita www.escalofrio.com