* Las Monjas
(Por Nuria)

Una joven de 18 años se quiso meter en un convento de monjas después de tres años de estudios religiosos. Mirando un plano, la chica llegó a la puerta del enorme caserón tétrico y misterioso.

Picó a la puerta y las monjas le recibieron. Esa noche al lado de la cama en la mesa de la habitación que le habían designado, encontró la carta de una chica que, al parecer había estado en el convento hace tres años. Decía:

Querida familia, este convento está poseído por el Diablo. Las monjas no son humanas. Por las noches juegan con la Ouija y no hablan, hacen ruidos muy extraños. Ayer bajé a un sótano que hay en la habitación del piso de abajo. Intenté avisar a la chica que está en la habitación de al lado, pero cuando entré en la habitación, vi que otra chica se estaba comiendo sus pies, miró hacia atrás y me vio. Tenía toda la cara deformada. Bajé corriendo al sótano y abrí la puerta de golpe. Allí estaba el hombre que Reagan me describió en su historia. Que no tenía cara porque se la había comido de pasar hambre. Tengo miedo. Ayer cuando intenté salir se comió la mitad de mi brazo. Por favor venid a buscarme.
Trazy.

Allí se acababa la carta, la joven, intrigada, bajo las escaleras y abrió la puerta del sótano para ver lo que había en su interior y al abrir la puerta vió una cama que tenía una niña muerta atada, sin un brazo, sin ojos, y en la cabecera estaba escrito con sangre: Trazy.

La chica corrió a buscar a las monjas que estaban fuera pero cuando salió y miró hacia arriba, vió volar a las monjas sin brazos y sin piernas, pero cuando se dió la vuelta…

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* Quince horas
(Por Doranel R.J.)

No sé qué hacer con ella. Me mira confundida con sus ojos tan temerosos cada vez que me paro en frente sin decirle nada mientras me ve sosteniendo en mi diestra el bisturí. Se ve tan frágil e inocente atada en la Cruz del Salvador, pero entonces recuerdo lo que hizo y regresa el antiguo deseo que me llevó a esto. Me acerco a ella e intenta gritar, pero su boca amordazada no la deja, ni mucho menos logra librarse tras cada forcejeo, entonces decide llorar intentando conmoverme. Quisiera cubrir sus ojos, pero necesito que vea lo que voy a hacer, quiero que vea morir a su amante pedofílico. Vuelvo la cruz, en donde está crucificada, a la izquierda. Él a penas despierta de la influencia del narcótico que le di a beber antes en su trago de ron. Cadenas y grilletes en sus manos lo sostienen desde el techo de mi santuario profanado, y otras que surgen del suelo están aferradas a sus pies. Una vez consciente trata de darle sentido a su estado actual. Abofeteo su rostro y, aunque también está amordazado, sé que ya siente dolor. Eso estaba esperando.

– ¿Recuerdas lo que me hiciste? –le pregunto-. La mira a ella y asiente con la cabeza.

– Bueno, ya sabes lo qué te va a pasar –le digo-. Comienza a inquietarse. Forcejea un momento hasta que se da cuenta que es vano el esfuerzo. Se ve desesperado, un poco malhumorado, e invadido por un terror asfixiante. No sé si esas serán las reacciones últimas de los malditos violadores cuando saben que van a morir. Por fin ve que llevo un bisturí en mi mano y mueve la cabeza de izquierda a derecha negando su infortunio, clamando piedad.

– Mira, allí cavé profunda tu tumba para cuando mueras –le digo-. Quiero que estés cerca del infierno, tanto como me hiciste estarlo mientras me violabas.

Logro ver una lágrima que empieza a recorrer su asqueroso rostro, y tras ella surgen otras dirigidas al mismo punto, ahora sé que está arrepentido, pero ya es tarde.

– Acabaré lentamente con tu virilidad –le digo-. Quiero verte sufrir aún más de lo que yo sufrí. Sacaré tu ojo derecho; eso por haberte fijado en mí. Cortaré esas manos que osaron tocarme y mutilaré tu cabeza después de intentar encontrar tu corazón.

No alcanzo a diferenciar cuál de los dos está más aterrado, si él por su pre-muerte, o ella sin saber su suerte.

– Contigo aún no sé qué hacer –le digo a ella mientras me mira impactante-. No sé si cortar tus senos de madre para que no puedas amamantar a nadie en el otro mundo y sacar tus ovarios para que no vulvas a engendrar hombre alguno. O simplemente cortar tus venas y verte morir desangrada, y enterrarte con él para que estén juntos aún en su desdicha así como lo estuvieron en la mía. Ya habrá un momento para ver qué hacer contigo.

De inmediato comienza a llorar, a forcejear atada en la cruz con tal fuerza que prontamente se cansará de hacerlo. Miro el reloj. Justo son las cinco. Vaya coincidencia. Pronto caerá la tarde. Entonces esto será lo último que escriba. Ya es hora.

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* Relato de una tragedia
(Por Rafael Jolie)

Una vez por semana ella me buscaba para contarme lo que pasaba en lo que una vez fue su dulce hogar. Ocasionalmente recurría a mi porque le daba el amor que su madre le negaba, se sentía segura a mi lado, sin ninguna preocupación. Recuerdo que en una ocasión me dijo:

– ¡Profe’, estoy aburrida de vivir en mi casa!

Me miró y esperó a que le preguntara el por qué:

– Mi mamita querida me pegó otra vez con la correa grande de mi papito porque mojé la cama y no le avisé, y esta vez me dolió más porque la correa estaba mojada –eso dijo mientras me mostraba la marca de la correa en sus piernas-. Sus ojos comenzaron a llorar y volvió la vista al suelo avergonzada por ese accidente. En otra oportunidad me contó que su querida madre le escupió en la boca sólo porque le dijo que no quería almorzar. Me dijo que había sentido una molestia en su estómago, y a pesar de haberle advertido, a esta no le importó. Su madre creyó que había sido una treta de la niña para no comer. La obligó a hacerlo y ella enfermó. No asistió a clases por una semana. Fui y la visité. Le regalé un osito de peluche, y lastimera me agradeció con una tierna media sonrisa; a su madre no le gustó el detalle y pronto me hizo retirar. Tanto mis colegas como el coordinador y el rector de la institución dimos aviso a la comisaría de familia. La madre fue detenida durante cinco meses por maltrato infantil, y en ese transcurso recibió ayuda siquiátrica. Luego de ser liberada, todo pareció cambiar para bien en ojos de Salomé, su hija de nueve años, pues ya se veía más alegre en la escuela. Fueron tres semanas de una vida familiar tranquila. Pero un día esa señora sorprendió a su esposo con otra mujer, y esto hizo que entrara en un ataque de cólera. Encerró a Salomé en su cuarto y esperó a su marido en la sala. Cuando llegó, ella no se hizo esperar y lo abofeteó. Él le respondió con su mano empuñada en la cara rompiéndole la nariz. Salomé escuchaba intranquila cómo su madre vociferaba cantidades de palabras que ni entendía, así es que se las arregló para salirse de su cuarto y disimuladamente se dispuso a averiguar lo que pasaba. En seguida ella huyó de casa como su padre le advirtió y fue a dar a la mía. Y esto me dijo mientras veía la angustia y el desespero en su pálido rostro bañado en lágrimas:

- ¡Profe’, profe’, escóndame que mi mamita me quiere matar como mató a mi papito!

Ni siquiera obvié sus palabras, pues sabía cuál era la situación en lo que una vez fue su dulce hogar. Pronto di aviso a las autoridades que no se hicieron esperar. Cuando llegaron sólo encontraron el cuerpo sin vida de Leonardo, el padre de Salomé; en realidad él era su padrastro. Él murió acuchillado. Alba Luz, la madre de Salomé, había dejado caer con tal fuerza algún cuchillo de la cocina en la espalda de su esposo y dos muy cerca al corazón. Acabó el día y Alba Luz no aparecía. Las autoridades me visitaron para saber el estado de la niña. Estaba dormida cuando la vieron. Primero la llevaron al hospital y allí estuve con ella hasta el amanecer. Luego la llevaron a la estación de policía donde unas personas del bienestar familiar la esperaban para hacerse cargo de ella. Pero me permitieron llevarla a mi casa, pues aún figuraba como su padre en su registro de nacimiento.

La relación que tuve con Alba Luz empezó a decaer al año que nació Salomé. El dinero que al principio les envié, ella lo gastó para conquistar a Leonardo, quien fue mi mejor amigo; ella no lo sabía. Él siempre respetó y cuidó de mi hija, y se lo agradecía. A través suyo le hacía llegar a Salomé todo lo necesario.

Tres días después de la tragedia la policía me visitó de nuevo. Habían encontrado el cuerpo sin vida de Alba Luz en las afueras del pueblo. Tal vez lo que hizo la llevó a suicidarse. Con el mismo cuchillo se había cortado el cuello. Sin querer, Salomé escuchó la noticia y no hubo una reacción preocupante en ella. Corrieron algunas lágrimas por sus mejillas, y luego me abrazó. Ya en la noche le conté que ella era mi hija. Me dijo que ese siempre había sido su sueño y ahora se sentía muy feliz. A la mañana siguiente la policía y los paramédicos me encontraron sobre la cama de mi hija llorando su muerte. Murió de un derrame cerebral que se le despertó debido a un anterior golpe que su madre le había manifestado. Cada noche antes de dormir Salomé me visita y entre dormido la escucho decir: ¡Buenas noches papito querido!

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