Leo

(Por Doranel R.J.)

Los ojos no son suficientes para observar lo oculto,
por eso debemos recurrir al alma.



Sentí que un largo tiempo había pasado en un parpadeo. Desperté sobresaltado, cansado y en un estado de modorra insostenible, con dolor de cabeza y vértigo. Sin embargo, eran estos síntomas diferentes al acostumbrado ciclo de embriaguez del día después; no percibía el fiel hálito alicorado que solía despedir mi boca.

Volaba plácido junto a millares de personas en medio de un espeso, extraño y silencioso espacio de olvidado color: eran hombres y mujeres de todas las edades dirigiéndose a un mismo lugar sin motivo aparente. Ninguno se hablaba, ni atrevían a mirarse entre sí, parecían hipnotizados, poseídos, sin vida; actuaban por inercia. De repente sentí que mi vuelo disminuía; no le presté atención.

-Nunca se detenga. Siga avanzando –articuló lentamente un niño de aspecto sombrío que volaba, sin manifestar ninguna expresión en su rostro. Al momento sólo le veía hasta el torso, pálido, mortecino, y así el rostro; no se distinguía el brillo de los ojos con claridad; una mancha oscura cubría desde las cejas hasta el pómulo de las mejillas, que tenían cicatrices, negras ya por la destemplanza del tiempo, como si hubiera llorado con lágrimas ácidas; los labios y cabellos, completamente secos; lo interesante era la marca que llevaba en la frente, incomprensible, de la cual emanaba una luz amarilla, en contraste con el resto del macilento cuerpo ahora claramente desnudo.
-¿Será verdad? –murmuré sobrecogido.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¿De qué hablas?
-La Luz del Omnipotente Hado –repitió el sombrío niño volador con la misma tónica y, sin quitar nunca la vista de en frente, comenzó a rebasarme hasta que fue desapareciendo en el infinito. Y sólo eso.

Quedé sumamente extrañado por su apariencia. En ningún momento su actitud permitió que indagara acerca de su aspecto o siquiera de la interesante marca y la luz que emanaba. Su mirada opaca parecía endemoniada, ¡sí que logró mudarme! Alrededor quedaba un oscuro y ensordecedor mutismo y nada más. Y mi vuelo seguía disminuyendo; todavía no atendía.
Los encantadores destellos que solfeaban las frentes de los volantes se confabulaban entre sí. Lucía igual al cosmos; un viaje al través. Los veía al frente, a los lados, pero nunca atrás, no sabía qué había detrás, no lograba volver la vista; alguna fuerza me lo impedía. Forzosamente lo intenté de nuevo y escuché el crujir de la médula espinal.

-Nunca mire atrás. Siga avanzando –moduló lentamente una mujer de aspecto sombrío, no más que demacrado, sin ninguna expresión en su rostro, que ahora volaba contrario a mi diestra. Sucedió muy similar: al comienzo sólo le veía hasta el torso, pálido y mortecino, y así el rostro; la mancha oscura que intentaba ocultar el brillo de los ojos, permanecía, y las cicatrices en las mejillas, como de lágrimas, no, sólo una corta herida vertical, abierta, seca, desde un extremo de la ceja derecha, en simetría con la punta de la nariz; casi sin cabello, y seco como los labios; lo interesante era la marca en la frente, incomprensible, de la cual emanaba una luz azul en contraste con el resto del descolorido cuerpo ahora también totalmente desnudo.
-¿Será verdad? –vacilé.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¿De qué Hado hablas?
-La Luz del Omnipotente Hado –repitió la demacrada mujer voladora y, con el mismo ademán que el sombrío niño, fue dejándome atrás hasta que desapareció en el infinito. Y sólo eso.

Las dudas me carcomían: cuál el significado de la marca, la luz, la inexpresividad, el estar lastimados… Y mi vuelo disminuía un poco más. Allí comencé a inquietarme porque no lograba, de ningún modo, impulsarme. Pareciera no depender de mí solamente el mantenerme en el aire.
Nada sugería aquello salvo más dudas al respecto, pero antes de que pudiera considerar alguna hipótesis, un hombre de aspecto, no realmente sombrío ni demacrado, sino, más bien, repugnante, que tenía la piel, hasta donde podía verla, pútrida y cubierta por llagas que desgajaban, y la misma mancha oscura intentando ocultar el brillo de los ojos, y sin cabello, y labios desaparecidos entre tantas llagas, y una interesante marca en la frente, de momento incomprensible, de la cual emanaba una luz roja en contraste con la totalidad del leproso cuerpo ahora fielmente desnudo, apareció repentinamente a mi lado y con un apagado vozarrón y sin ninguna expresión en su rostro, lentamente dijo:

-Ocúpese de sí mismo. Siga avanzando.
-¿Cuál el motivo? –me tragué la pregunta.
-La luz del Omnipotente Hado.
-¡Qué carajo es esto!
-La luz del Omnipotente Hado –repitió el repugnante hombre volador y, con la misma actitud que la del sombrío niño y la demacrada joven, me dejó atrás hasta que desapareció en el infinito. Y sólo eso.

Era obvio que tenía que existir algún tipo de significado lógico para lo que sucedía, nada existe por el simple hecho de existir, sin logicidad (1+1=3), todo tiene un propósito, pero faltaban algunos conectores, de lo contrario, así no lograría ordenar el accionar de estas personas. Pero, en qué fundamentarme si no tenía bases, sólo puras especulaciones. Discurría sobre el hecho de que estaban siendo poseídas por algún ente maligno y que éste, posiblemente, era quien las torturaba, ocasionándoles tales laceraciones, mas el motivo no prorrumpía claramente, ni siquiera un esbozo con el cual objetivar acerca de la marca ni por qué difería la una de la otra en cuanto al color lumínico.
Definitivamente no entendía lo que acontecía. Eso me exasperaba. ¡Qué respuestas inventar entonces para cada interrogante! Me sentía apremiado por todas partes. En las tres ocasiones quise estar a la par con cada uno, pero mi vuelo fue haciéndose pesado, lento; era desconsolador verlos rebasándome; supuse, entonces, que no pertenecería a su destino y que el mío sería el limbo; reptaba en ese espacio más lento que un caracol descendiendo por una hoja de col. Estaba indignado. Estaba cansándome del viaje, lo consideraba una estupidez; continuar vagando por ahí, sin rumbo, en un oscuro mutismo y solo como un total advenedizo. Quise detenerme y perdí el control y de pronto comencé a caer. ¡Oh, no! ¡No podía ser! Eso me asustó en demasía porque no sabía cuán alto estaba volando, así es que de alguna forma avivé fuerzas, como impulsándome a nado hacia arriba, y seguí avanzando, lento, lentísimo. Luego tergiversé el hecho y lo convertí en duda. Recreé la escena y tuvo el mismo efecto, e inmediatamente volví a reaccionar espantado.

-¿A esto se refería el sombrío niño? ¿Y la demacrada mujer y el repugnante hombre?

De inmediato recordé las primeras palabras de la demacrada mujer. Empero, arriesgarme a torcer mi cuello para saciar la sed que me ocasionaba la curiosidad, no era muy alentador. ¿Qué otro disgusto podrían hallar mis ojos? ¿Qué podría pasarme? Jamás había pensado dos veces antes de tomar una decisión, pero era porque esta vez desconocía las consecuencias. Además de la desconfianza, sentía ansias, sentía desesperarme, quería gritar el caos, golpearlo, nebulizarlo con alcohol… ¡Oh, maldita! ¡Maldita la codicia! ¡Maldito el voraz deseo que carcome! Y maldije un par de veces más la irresistible tentación tan agridulce.
Con fingida calma mentalicé:

-Estas personas provienen de un mismo lugar, de allá atrás, laceradas, llevando en la frente una marca con un color predeterminado… y ¿para qué? ¿Habría más colores? ¿Y si fuera esto un tipo de revelación proveniente desde el interior de las tinieblas, que pudiera evitar? -qué otra explicación otorgarle a tal extrañez. ¡Oh, dudas! ¡Dudas! ¡Sobrellevadas dudas que me apuñalaban!

Si. No veía ni había nada más que eso.
Después de que el vuelo había disminuido tanto, levanté la mano y la puse delante de mi frente, y ninguna luz se reflejó. La toqué y no sentí alguna marca, y lo mismo el rostro. Mi cuerpo fláccido, consumido a causa del exceso de alcohol, no presentaba laceraciones. Ningún volante, aun por su semblante, había sido de temer. Recordaba los tres mandamientos. Inhalé profundamente con los ojos cerrados y exhalé con ellos medio abiertos. Después de la resignación, terminé con la aceptación.


*****

La vista cobraba brillo y comenzaba a sitiarme: me encontraba dentro de un oscuro resguardo todo de caoba que olía a humedad, erigido, más o menos, de dos por uno y de un metro de alto, como construido rápidamente por alguien sin conocimientos sobre arquitectura ni carpintería. No había puertas ni ventanas, sólo un par de finas rendijas minúsculas a los lados por donde entraba filosamente la luz blanca de la luna y un agujero en forma de arco frente a mí por el cual, si quería salir, debía ser a gatas. Eso me inquietó y pronto erguí mi compostura. En seguida me di cuenta de que una gruesa cadena pendía de mi cuello, de la cual no logré zafarme.

-¡Me tienen secuestrado! -fue lo primero que farfullé.

Así es que alerté los demás sentidos esperando advertir a mi captor o algún otro tipo de persona con un oficio diferente. No presencié a nadie, excepto un búho que alcancé a escuchar a un par de metros del lugar. Y más allá el repentino y efímero galope de un caballo, y más cerca el rumiar de unas cuantas vacas y su estiércol, y en otro lugar el estridente y monótono canto de las cigarras. También olfateé el olor a hierba húmeda, el hermoso y verde aroma del campo, los árboles de eucalipto, todo estaba tan fresco, y hallé la obviedad: no era la ciudad.

-¡Carajo! Entonces, ¿en dónde estoy? –y salí del lugar en cuatro patas; había un caserón a oscuras diagonal al cuchitril del cual estaba encadenado.

No sé qué ni cuánto tiempo hube volado tan desesperadamente lento y siempre hacia adelante. Nada importaba allí, excepto avanzar. Así lo indica la existencia: perseverar, continuar a pesar de la frustración y la oposición. ¡Qué mal karma estaba padeciendo! Volaba sin detenerme, sin mirar atrás, sin preocuparme por lo que había visto y oído; era otro adepto a esa nueva condición de desdichado. No obstante, al fin volaba con ellos. Era uno más:

-Ocúpese de sí mismo. Siga avanzando –lenta e inexpresivamente dije a alguien que cuestionaba lo que acontecía. Era una mujer joven completamente desnuda de aspecto repugnante; tenía la piel pútrida y cubierta por llagas que desgajaban. Una mancha oscura intentaba ocultar el brillo de los ojos. Sin cabello. Los labios desaparecían entre tantas llagas. Tenía una marca en la frente que ahora reconocía, era la de Mammon, de la cual emanaba una luz roja en contraste con el leproso cuerpo.
-¡Ay, Dios mío! ¡No, no! ¡No me vaya a hacer nada! –dijo, temerosa.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¡Ay, no, no, por favor! ¡No, espere, espere! ¡No me deje! ¿De qué me está hablando?
-La Luz del Omnipotente Hado –repetí con la misma tónica y, volviendo la vista al frente, comencé a rebasarla hasta que me perdió de vista en el infinito.

Personas aparecían y desaparecían en todo momento. Algunas desistían y caían en lo más profundo de la oscuridad, no sé a dónde irían a parar; sus gritos suplicantes no eran escuchados. Otras simplemente se dejaban guiar, nos veían y nos seguían sin hacer preguntas, como si supieran lo que pasaba, como si no fuera esa la primera vez.
Al cabo de incalculables encuentros al fin divisaba un lugar. Despertó en mí un sentimiento en lo profundo por medio de un respiro nasal y exhalación bucal. Era un sentimiento de satisfacción, de asombro, que había desterrado. Fue realmente placentero. Sentí un alivio. Todos los volantes, provenientes de todas las direcciones, nos dirigimos a la blanca luz suprema con cansada serenidad. Era estática. No cambiaba de forma. Parecía recrearse una galaxia de desdichados. Pero era hermosa. Hermoso el lugar. Atrayente. El centro resplandecía y cada vez más en su interior. Y todos entramos, cansados e inexpresivos.
A medida que me internaba el resplandor iba cegándome. Más nada importaba, sino avanzar en busca del regocijo; era uno de ellos. Pero pronto comencé a observar a alguien, y luego a otra y a otra y a otra persona más. Eran demasiadas y todas llevaban la misma marca en la frente, de la cual emanaba, una luz roja. Y como si alguien cortara el hilo que me sostenía en el aire, como si alguien me halara desde abajo tan fuerte, sorpresivamente comencé a caer. Todo esfuerzo por ponerme a flote fue fútil; estaba tan cansado que ni fuerzas tenía. Descendía rápidamente. Los antiguos reflejos que habían estado dormidos durante el vuelo, los sentidos que me habían sido otorgados desde el día de mi nacimiento, los recuerdos del despilfarro de dinero en moteles con hermosas nudistas cada fin de semana, el exceso de alcohol, los lujos innecesarios y los juegos en casinos, todo, todo había regresado a mi memoria, incluso recordaba haberme atragantado con uno de mis vómitos. Tenía ese miedo infernal que me obligó clamar auxilio, piedad; fue banal. Y con un grito sostenido, tras caer completamente, desperté en un lugar lejos de casa.


*****

Jamás he demeritado siquiera la obviedad; si la casa parecía deshabitada todavía quedaba la posibilidad de que no lo estuviera, y tan fuerte como pude grité, y varias veces más, exigiendo ayuda, pero nadie en el interior respondía. Aturdido, dado de baja, me eché en el suelo arenoso. Levanté la cabeza al oscuro cielo y vi que la luna estaba más grande y destellante que otras veces, plateando el lugar, la casa, que era enorme, toda de madera, con puertas y ventanas altas y de marcos gruesos; tenía un segundo piso y se notaba un desván; en la punta del techo había una cruz; alrededor había un amplio llano, un huerto, un jardín...algo descuidado y un tanque de agua a ras del suelo; escuché muy a lo lejos el ariete hidráulico trabajando, y los pasos de alguien en el interior de la casa, volví la vista a la ventana donde la cortina se movió por un instante y clamé socorro un par de veces más, pero nadie apareció; y permanecí atento al sitio.

-¡No te esfuerces! ¡Él no te entiende! –escuché una fuerte voz que provenía de un lugar distante. Y con gran entusiasmo, pregunté:
-¿Quién eres? ¿Sabes qué es todo esto?
-¡Me llaman Mayoral y ese es tu destino!
-¿De qué hablas? ¿Sabes en dónde estoy? –y no me contestó más esa noche. Me quedé cerca al cuchitril cuestionándome acerca de quién podría ser aquella persona que se interesó por mi dolido estado. Miraba a la ventana y me quedé aguardando.

La única certeza que tenía en relación al tiempo es que al fin era de mañana. En seguida apareció frente a mí un hombre de avanzada edad, de cabello entre gris y blanco, desordenado, de abundante bozo y barba, que despedía un olor a grajo, a berrinche, vistiendo sucio una camisa de mangas largas a cuadros y un jean desgastado, además de unas acabadas alpargatas. Traía un plato en sus manos. Me miraba fijamente, serio. Me levanté y noté que él era mucho más alto que yo. Y se acercó a dejarme el plato en el suelo arenoso.

-Vamos, Leo. A Comer –dijo. Me extrañó sobre manera como me llamó. Sólo los más conocidos, los más allegados, las personas de más confianza, me llaman así. De él no tenía ni idea.

No estaba confiado si acercarme o no; podría el plato contener algún narcótico que me tenía en el actual estado de desasosiego, delirante, el que me hacía imaginar todo. Pudo haber sido él quien, tal vez, le hubo echado algo al último trago de vodka que bebí en el casino y haberme traído luego para acá. Aunque no estaba seguro.
El hombre se retiró y se sentó a la sombra en una mecedora, a observarme sin decir nada. Ni yo tampoco le dije nada, ninguna cuestión. Al fin arrimé al plato e hice lo primero que hago antes de comer: oler. Aquella fría mezcla olía a fríjoles con papas, yucas y carne sudada. No era el mejor aroma, ni el mejor plato, ni la mejor presentación que acostumbraba. Pero admito que comí y con más gusto después del primer bocado.
Momento más tarde apareció otro hombre, un poco más joven, que ni se sorprendió al verme en ese estado. Cargaba una escopeta en el hombro izquierdo y en la mano derecha sostenía a dos liebres de las orejotas. A ese mismo lado lo acompañaba un pastor alemán, de buen pelaje, enérgico. Me desesperé en pedirle ayuda y se molestó.

-¿Qué le pasa a éste, tío? ¿Ya no conoce? –preguntó el hombre joven a mi supuesto captor.
-No se preocupe usted. Ha estado actuando él así de extraño desde la medianoche, como si no supiera en dónde ni con quiénes es que está tratando ni cuál es la mano que lo cobija y alimenta. Con decirle a usted que hace poco, cuando le traje las sobras, no me reconoció, pero sí que devoró el plato. Ha de ser ganas de hembra. Bien perro que éste ha resultado –terminó diciendo, y luego los dos rieron.
-¡Quiénes se creen ustedes para tratarme de esta manera! ¡Venga! ¡Respóndanme! ¿Qué, acaso no me escuchan? –vociferé fuertemente.
-No le preste usted atención. Recuerde lo que nuestros abuelos decían: “perro ladrador nunca buen mordedor”. Venga más bien usted y despellejemos a esas liebres que harta hambre está haciendo. ¡Míreles esa piel, haríamos unas buenas carpetas! ¡Y véales esas patas, no más, para la buena fortuna! Venga, déjelas allí, usted, en la poseta, mientras le traigo agua a Mayoral. Pobre, debe estar sediento.

Damián
(Por Doranel R.J.)

-¡Damián, deja en paz a ese cerdo! –gritó su madre desde el gallinero amenazándolo con un látigo. Damián corrió a esconderse debajo de la cama de su abuela, pues era la única habitación que siempre se mantenía más oscura que las otras. Allí escupía a las tablas de la cama, les pegaba mocos y, en verano, sobretodo, frotaba las muñecas de trapo que le robaba a su prima Olga contra sus genitales, y mientras lo hacía la recordaba con sus senitos apenas madurando; era un niño muy precoz; tenía allí diez años, y como decía mi abuelo Rafael: “solapado”.

Damián vivía con su madre Inés, una mujer cuarentona de vanidad perdida, y su abuela Omaira, una anciana postrada en cama en estado vegetativo; su padre Saúl, fiel campesino, fue asesinado por la guerrilla en el ochenta cuando él apenas contaba con su primer lustro. Habitaban en una casucha de tapia, cerca a un río, al cual asistía Damián en aquellas épocas de verano para observar, desde atrás de los árboles que rodeaban el lugar, a su prima Olga bañarse; disfrutaba contemplarla y ver cómo el camisón mojado que su prima vestía en lugar de un traje de baño se ceñía a su joven cuerpo.

En algún momento, a la edad de seis años, su madre Inés creyó que él tenía un problema en la cabeza tras sorprenderlo, en cierta ocasión, desnudo en su cama y con una muñeca entre sus genitales. Lo llevó adonde mi abuelo, el psicólogo del pueblo:

-Doña Inés, es normal que los niños a esta edad sientan curiosidad por explorar sus cuerpos y que se pregunten por qué es diferente al de las niñas. Es necesario que usted lo acompañe durante su etapa de desarrollo y más ahora que su marido no está. Eso sí se lo recomiendo. Puede ser contraproducente que Damián aprenda todo a su manera, pues aún está muy pequeño como para que comprenda, cabalmente, cómo es que funciona la vida. Él necesita ser guiado. No lo castigue, pero sí háblele bastante, aconséjelo, dígale que eso que hace…

Pero la madre de Damián no estuvo de acuerdo con sus palabras. Ella era de esas señoras conservadoras, o mejor, puritanas que creían que todo acto de lascivia y rebeldía se resolvía a punta de castigos: reprimendas, azotes, encierros…

Sin la presencia del padre, la madre era quien tenía que hacerse cargo de la granja. Damián era obligado a laborar en ella desde el meridiano, hora que llegaba de la escuela, hasta caer la noche. En varias ocasiones su madre estuvo muy cerca de retirarlo de la institución porque el trabajo ya no rendía como antes. La producción de leche era primordial, pero el cultivo de frutas y hortalizas, de lo cual también se sostenía la granja, se redujo. Cuatro años después, ya en su décimo aniversario y en quinto grado, Damián desertó, al fin, de la escuela. Allí comenzaría a cambiar radicalmente su actitud debido al maltrato, a la falta de cariño y comprensión de su madre Inés.

Toda la ira que Damián acumulaba la descargaba en los animales de la granja; le gustaba torturarlos, como a aquel cerdo hembra que llamaba Inés. Le inyectaba agua en sus nalgas o les cortaba la cola a sus críos y también sus orejas como a las vacas con unas tijeras cada vez que su madre Inés lo golpeaba con el látigo por no obedecerla. Y cuando tardaba en recoger leña para el fogón era encerrado en una jaula que ella misma hubo construido para unos gansos que jamás compró. Y en ocasiones, cuando era sorprendido desplumando viva a una gallina, su madre Inés le arrancaba un pedazo de su piel con unas tenazas para que sintiera el mismo sufrimiento del animal.

Cierto día, después de una reprimenda que su madre le manifestó, tras azotarlo en sus piernas desnudas con el látigo que ella utilizaba para arrear a los caballos de carga al sorprenderlo en el preciso momento que desplumaba viva a una gallina, corrió como loco por los alrededores de la casa hasta que el ardor en sus piernas, por la fuerte golpiza, desapareció. Se sentó a lamentarse cerca de la porqueriza. Desde allí veía a su madre Inés caminar de regreso a casa y le pareció que su contoneo era similar al de la cerda que allí se encontraba. Notó que ambas eran regordetas y que ninguna se preocupaba por cuidar de su apariencia física. Para él, la cerda y su madre eran iguales.

Cuatro años después, ya muerta la abuela Omaira, la situación en esa casa no había mejorado significativamente. Damián pasaba las noches ideando una forma de abandonar su hogar, pero no sabía hacia dónde dirigirse. Los padres de su prima Olga decidieron mudarse a la ciudad tres años antes sin siquiera despedirse ni de Damián. La casa quedó abandonada; cinco meses después se derrumbó y su jardín se marchitó. Ahora sólo restaban Damián y su madre Inés por aquellas tierras; otras familias vivían por allí, sin embargo, estaban a casi una hora de distancia la una de la otra. Cualquier grito de auxilio no sería escuchado. El lugar no era transitado. Para llegar a la carretera, primero había que atravesar el río, subir una colina y continuar por un declive hasta llegar a un llano; era una hora y media de trayecto, no obstante, era más corto si se iba a caballo. Y allí había que esperar un camión que sólo pasaba dos veces por día para poder ir al pueblo; son cuarenta y cinco minutos de viaje. Y del pueblo a la ciudad es poco más de una hora. Damián ya sabía esto.

Cinco días después, Damián se encontraba en la porqueriza observado a la cerda Inés comer las sobras.

-¡Qué haces aquí, inútil! ¡Regresa al trabajo! –le gritó su madre Inés. Damián obedeció como nunca antes. Estaba dócil y muy pensativo. Hasta su madre Inés se extrañó por su actitud. Damián continuó laborando normalmente durante todo el día. Preparó la cena para él y su madre, cosa que nunca había hecho. Ya en la mesa su madre Inés le preguntó:

-¿Y a ti qué te pasa? –hacía años que no lo tuteaba-.
-Nada, mamá –respondió él con mucha calma-.
-¿Qué te traes ahora?
-Nada. En serio. Me he dado cuenta que si quiero que las cosas funcionen bien, primero debo empezar por cambiar yo mismo aquellas cosas que impiden que todo sea mejor.
-¿Y de cuándo acá como tan escolástico?
-¿Por qué me maltratas tanto, mamá?
-Deja eso. Es la primera vez que tenemos una comida tranquila. No la desperdicies con esa majadería.
-No es majadería, mamá. Es sólo que por más que recuerde, no encuentro un motivo por el cual haya merecido tu desprecio. ¿Acaso fue por la muerte de papá, porque tuviste que estar a cargo, sola, de la granja?
-¡Cállate, sí! No quieras que te voltee ese mascadero con un bofetón. Más bien siéntete afortunado, porque cuando yo muera, la granja será solo para ti.

Damián permaneció con la cabeza gacha después de esas últimas palabras. Su madre Inés se levantó de la mesa un tanto ofuscada. Él la miraba dirigirse a la pieza. Permaneció en la cocina casi hasta la medianoche, pensativo. Se levantó. Salió al patio de la casa. Todo estaba oscuro, no había luna en el cielo, sólo estrellas. Luego se dirigió al cuarto de su madre Inés. Abrió quedamente la puerta para asegurarse de que ella estaba dormida. Sigilosamente fue acercándose. No se escuchaban sus pasos en ese suelo de cemento. Llegó hasta la cabecera de la cama y se quedó parado allí por media hora, de frente, observando a su madre mientras dormía. De pronto se volvió para dirigirse a su cama.

-¿Qué haces aquí? ¿Acaso quieres matarme? –le preguntó su madre, en tanto encendía la lámpara de aceite que tenía encima de un nochero.
-Sólo pasé a ver si estabas bien.
-¿A ver si estaba bien? A ver si podías matarme mientras dormía. Eso es lo que quieres, ¿no? ¡Matarme! ¡Malagradecido! ¡Fuera de aquí, desgraciado!
-¡Mamá, por favor!
-¡Fuera te digo! ¡Ni creas que podrás matarme esta noche ni ninguna otra! ¡Qué te largues, carroñero! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Razón tenía mi padre: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”!

Damián, decidido, vuelve hacia ella y le asesta varios golpes en el rostro hasta que la deja inconsciente. Va al cuarto del rebujo y toma unas cuerdas. Regresa a la habitación de su madre Inés y la ata a la cama. Luego se dirige al gallinero y toma una gallina. Después entra a la cocina y empuña un cuchillo. La madre comienza a recobrar el conocimiento, pero antes de que empiece a hablar, o a gritar inútilmente, Damián la amordaza. Lo último que se escuchan son los gemidos lastimeros de su madre Inés mientras Damián le abre el estómago para introducir allí la gallina. En seguida, toma una aguja capotera y cose la abertura con cabuya dejando solamente la cabeza de la gallina por fuera. Su madre Inés lo mira, lagrimea un poco, y Damián, su hijo, se sienta frente a ella hasta que aparece un nuevo amanecer.
Cinco noches sin dormir
(Por Doranel R.J.)

Esta es la quinta noche en la que no he podido dormir. Creo que es por el frío de este lugar tan oscuro. Mi hermano, que es más grande que yo, me dijo: “¡Aquí te quedarás de ahora en adelante!” Cada vez que viene y abre la puerta, que hace ruidos como de chirrido, me deja un plato de arroz frío, frío, frío; me da comida una sola vez durante todo el día; él me lo dijo. Y, cuando me porto bien, me regala un dulce. Me he estado portando muy bien.

A veces, cuando todo está callado, cuando comienzo a escuchar a las cucarachas correr muy rápido por todas partes; por las paredes, por el piso, por mi cuerpo; escucho también a mi hermano que habla con alguien muy, pero muy quedito, quedito, quedito. Y más tarde escucho ruidos como de lamento: “¡Ah, ah, ah!”. Creo que mi hermano lastima a esas personas que trae. Eso me llena de alegría porque no lo hace conmigo, pero me da tristeza que se haya vuelto tan malo.

Con más frecuencia recuerdo la muerte de nuestros padres; murieron hace cinco meses. Todavía los extraño mucho. Un señor que se había metido a robar a nuestra casa les enterró un cuchillo en frente de nosotros; varias veces los acuchilló; y luego salió corriendo todo lleno de sangre cuando los mató. Mi hermano salió tras él y no regresó como hasta la medianoche. Yo lloraba, lloraba mucho al ver a nuestros padres, ahí, ensangrentados, con el estómago cortado y las tripas que se les salían.

Un día llegó un señor de corbata a decirnos que nuestros padres nos habían dejado una herencia. No sé qué es eso, no sé si se trataba de un dulce, o un nuevo juguete, no sé qué es eso porque a mí no me tocó nada. Sólo sé que han pasado cinco días desde la última vez que ese señor vino a visitarnos, cinco días en los que no he podido dormir, y no creo que mi hermano me deje salir de aquí pronto.

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