Leo

(Por Doranel R.J.)

Los ojos no son suficientes para observar lo oculto,
por eso debemos recurrir al alma.



Sentí que un largo tiempo había pasado en un parpadeo. Desperté sobresaltado, cansado y en un estado de modorra insostenible, con dolor de cabeza y vértigo. Sin embargo, eran estos síntomas diferentes al acostumbrado ciclo de embriaguez del día después; no percibía el fiel hálito alicorado que solía despedir mi boca.

Volaba plácido junto a millares de personas en medio de un espeso, extraño y silencioso espacio de olvidado color: eran hombres y mujeres de todas las edades dirigiéndose a un mismo lugar sin motivo aparente. Ninguno se hablaba, ni atrevían a mirarse entre sí, parecían hipnotizados, poseídos, sin vida; actuaban por inercia. De repente sentí que mi vuelo disminuía; no le presté atención.

-Nunca se detenga. Siga avanzando –articuló lentamente un niño de aspecto sombrío que volaba, sin manifestar ninguna expresión en su rostro. Al momento sólo le veía hasta el torso, pálido, mortecino, y así el rostro; no se distinguía el brillo de los ojos con claridad; una mancha oscura cubría desde las cejas hasta el pómulo de las mejillas, que tenían cicatrices, negras ya por la destemplanza del tiempo, como si hubiera llorado con lágrimas ácidas; los labios y cabellos, completamente secos; lo interesante era la marca que llevaba en la frente, incomprensible, de la cual emanaba una luz amarilla, en contraste con el resto del macilento cuerpo ahora claramente desnudo.
-¿Será verdad? –murmuré sobrecogido.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¿De qué hablas?
-La Luz del Omnipotente Hado –repitió el sombrío niño volador con la misma tónica y, sin quitar nunca la vista de en frente, comenzó a rebasarme hasta que fue desapareciendo en el infinito. Y sólo eso.

Quedé sumamente extrañado por su apariencia. En ningún momento su actitud permitió que indagara acerca de su aspecto o siquiera de la interesante marca y la luz que emanaba. Su mirada opaca parecía endemoniada, ¡sí que logró mudarme! Alrededor quedaba un oscuro y ensordecedor mutismo y nada más. Y mi vuelo seguía disminuyendo; todavía no atendía.
Los encantadores destellos que solfeaban las frentes de los volantes se confabulaban entre sí. Lucía igual al cosmos; un viaje al través. Los veía al frente, a los lados, pero nunca atrás, no sabía qué había detrás, no lograba volver la vista; alguna fuerza me lo impedía. Forzosamente lo intenté de nuevo y escuché el crujir de la médula espinal.

-Nunca mire atrás. Siga avanzando –moduló lentamente una mujer de aspecto sombrío, no más que demacrado, sin ninguna expresión en su rostro, que ahora volaba contrario a mi diestra. Sucedió muy similar: al comienzo sólo le veía hasta el torso, pálido y mortecino, y así el rostro; la mancha oscura que intentaba ocultar el brillo de los ojos, permanecía, y las cicatrices en las mejillas, como de lágrimas, no, sólo una corta herida vertical, abierta, seca, desde un extremo de la ceja derecha, en simetría con la punta de la nariz; casi sin cabello, y seco como los labios; lo interesante era la marca en la frente, incomprensible, de la cual emanaba una luz azul en contraste con el resto del descolorido cuerpo ahora también totalmente desnudo.
-¿Será verdad? –vacilé.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¿De qué Hado hablas?
-La Luz del Omnipotente Hado –repitió la demacrada mujer voladora y, con el mismo ademán que el sombrío niño, fue dejándome atrás hasta que desapareció en el infinito. Y sólo eso.

Las dudas me carcomían: cuál el significado de la marca, la luz, la inexpresividad, el estar lastimados… Y mi vuelo disminuía un poco más. Allí comencé a inquietarme porque no lograba, de ningún modo, impulsarme. Pareciera no depender de mí solamente el mantenerme en el aire.
Nada sugería aquello salvo más dudas al respecto, pero antes de que pudiera considerar alguna hipótesis, un hombre de aspecto, no realmente sombrío ni demacrado, sino, más bien, repugnante, que tenía la piel, hasta donde podía verla, pútrida y cubierta por llagas que desgajaban, y la misma mancha oscura intentando ocultar el brillo de los ojos, y sin cabello, y labios desaparecidos entre tantas llagas, y una interesante marca en la frente, de momento incomprensible, de la cual emanaba una luz roja en contraste con la totalidad del leproso cuerpo ahora fielmente desnudo, apareció repentinamente a mi lado y con un apagado vozarrón y sin ninguna expresión en su rostro, lentamente dijo:

-Ocúpese de sí mismo. Siga avanzando.
-¿Cuál el motivo? –me tragué la pregunta.
-La luz del Omnipotente Hado.
-¡Qué carajo es esto!
-La luz del Omnipotente Hado –repitió el repugnante hombre volador y, con la misma actitud que la del sombrío niño y la demacrada joven, me dejó atrás hasta que desapareció en el infinito. Y sólo eso.

Era obvio que tenía que existir algún tipo de significado lógico para lo que sucedía, nada existe por el simple hecho de existir, sin logicidad (1+1=3), todo tiene un propósito, pero faltaban algunos conectores, de lo contrario, así no lograría ordenar el accionar de estas personas. Pero, en qué fundamentarme si no tenía bases, sólo puras especulaciones. Discurría sobre el hecho de que estaban siendo poseídas por algún ente maligno y que éste, posiblemente, era quien las torturaba, ocasionándoles tales laceraciones, mas el motivo no prorrumpía claramente, ni siquiera un esbozo con el cual objetivar acerca de la marca ni por qué difería la una de la otra en cuanto al color lumínico.
Definitivamente no entendía lo que acontecía. Eso me exasperaba. ¡Qué respuestas inventar entonces para cada interrogante! Me sentía apremiado por todas partes. En las tres ocasiones quise estar a la par con cada uno, pero mi vuelo fue haciéndose pesado, lento; era desconsolador verlos rebasándome; supuse, entonces, que no pertenecería a su destino y que el mío sería el limbo; reptaba en ese espacio más lento que un caracol descendiendo por una hoja de col. Estaba indignado. Estaba cansándome del viaje, lo consideraba una estupidez; continuar vagando por ahí, sin rumbo, en un oscuro mutismo y solo como un total advenedizo. Quise detenerme y perdí el control y de pronto comencé a caer. ¡Oh, no! ¡No podía ser! Eso me asustó en demasía porque no sabía cuán alto estaba volando, así es que de alguna forma avivé fuerzas, como impulsándome a nado hacia arriba, y seguí avanzando, lento, lentísimo. Luego tergiversé el hecho y lo convertí en duda. Recreé la escena y tuvo el mismo efecto, e inmediatamente volví a reaccionar espantado.

-¿A esto se refería el sombrío niño? ¿Y la demacrada mujer y el repugnante hombre?

De inmediato recordé las primeras palabras de la demacrada mujer. Empero, arriesgarme a torcer mi cuello para saciar la sed que me ocasionaba la curiosidad, no era muy alentador. ¿Qué otro disgusto podrían hallar mis ojos? ¿Qué podría pasarme? Jamás había pensado dos veces antes de tomar una decisión, pero era porque esta vez desconocía las consecuencias. Además de la desconfianza, sentía ansias, sentía desesperarme, quería gritar el caos, golpearlo, nebulizarlo con alcohol… ¡Oh, maldita! ¡Maldita la codicia! ¡Maldito el voraz deseo que carcome! Y maldije un par de veces más la irresistible tentación tan agridulce.
Con fingida calma mentalicé:

-Estas personas provienen de un mismo lugar, de allá atrás, laceradas, llevando en la frente una marca con un color predeterminado… y ¿para qué? ¿Habría más colores? ¿Y si fuera esto un tipo de revelación proveniente desde el interior de las tinieblas, que pudiera evitar? -qué otra explicación otorgarle a tal extrañez. ¡Oh, dudas! ¡Dudas! ¡Sobrellevadas dudas que me apuñalaban!

Si. No veía ni había nada más que eso.
Después de que el vuelo había disminuido tanto, levanté la mano y la puse delante de mi frente, y ninguna luz se reflejó. La toqué y no sentí alguna marca, y lo mismo el rostro. Mi cuerpo fláccido, consumido a causa del exceso de alcohol, no presentaba laceraciones. Ningún volante, aun por su semblante, había sido de temer. Recordaba los tres mandamientos. Inhalé profundamente con los ojos cerrados y exhalé con ellos medio abiertos. Después de la resignación, terminé con la aceptación.


*****

La vista cobraba brillo y comenzaba a sitiarme: me encontraba dentro de un oscuro resguardo todo de caoba que olía a humedad, erigido, más o menos, de dos por uno y de un metro de alto, como construido rápidamente por alguien sin conocimientos sobre arquitectura ni carpintería. No había puertas ni ventanas, sólo un par de finas rendijas minúsculas a los lados por donde entraba filosamente la luz blanca de la luna y un agujero en forma de arco frente a mí por el cual, si quería salir, debía ser a gatas. Eso me inquietó y pronto erguí mi compostura. En seguida me di cuenta de que una gruesa cadena pendía de mi cuello, de la cual no logré zafarme.

-¡Me tienen secuestrado! -fue lo primero que farfullé.

Así es que alerté los demás sentidos esperando advertir a mi captor o algún otro tipo de persona con un oficio diferente. No presencié a nadie, excepto un búho que alcancé a escuchar a un par de metros del lugar. Y más allá el repentino y efímero galope de un caballo, y más cerca el rumiar de unas cuantas vacas y su estiércol, y en otro lugar el estridente y monótono canto de las cigarras. También olfateé el olor a hierba húmeda, el hermoso y verde aroma del campo, los árboles de eucalipto, todo estaba tan fresco, y hallé la obviedad: no era la ciudad.

-¡Carajo! Entonces, ¿en dónde estoy? –y salí del lugar en cuatro patas; había un caserón a oscuras diagonal al cuchitril del cual estaba encadenado.

No sé qué ni cuánto tiempo hube volado tan desesperadamente lento y siempre hacia adelante. Nada importaba allí, excepto avanzar. Así lo indica la existencia: perseverar, continuar a pesar de la frustración y la oposición. ¡Qué mal karma estaba padeciendo! Volaba sin detenerme, sin mirar atrás, sin preocuparme por lo que había visto y oído; era otro adepto a esa nueva condición de desdichado. No obstante, al fin volaba con ellos. Era uno más:

-Ocúpese de sí mismo. Siga avanzando –lenta e inexpresivamente dije a alguien que cuestionaba lo que acontecía. Era una mujer joven completamente desnuda de aspecto repugnante; tenía la piel pútrida y cubierta por llagas que desgajaban. Una mancha oscura intentaba ocultar el brillo de los ojos. Sin cabello. Los labios desaparecían entre tantas llagas. Tenía una marca en la frente que ahora reconocía, era la de Mammon, de la cual emanaba una luz roja en contraste con el leproso cuerpo.
-¡Ay, Dios mío! ¡No, no! ¡No me vaya a hacer nada! –dijo, temerosa.
-La Luz del Omnipotente Hado.
-¡Ay, no, no, por favor! ¡No, espere, espere! ¡No me deje! ¿De qué me está hablando?
-La Luz del Omnipotente Hado –repetí con la misma tónica y, volviendo la vista al frente, comencé a rebasarla hasta que me perdió de vista en el infinito.

Personas aparecían y desaparecían en todo momento. Algunas desistían y caían en lo más profundo de la oscuridad, no sé a dónde irían a parar; sus gritos suplicantes no eran escuchados. Otras simplemente se dejaban guiar, nos veían y nos seguían sin hacer preguntas, como si supieran lo que pasaba, como si no fuera esa la primera vez.
Al cabo de incalculables encuentros al fin divisaba un lugar. Despertó en mí un sentimiento en lo profundo por medio de un respiro nasal y exhalación bucal. Era un sentimiento de satisfacción, de asombro, que había desterrado. Fue realmente placentero. Sentí un alivio. Todos los volantes, provenientes de todas las direcciones, nos dirigimos a la blanca luz suprema con cansada serenidad. Era estática. No cambiaba de forma. Parecía recrearse una galaxia de desdichados. Pero era hermosa. Hermoso el lugar. Atrayente. El centro resplandecía y cada vez más en su interior. Y todos entramos, cansados e inexpresivos.
A medida que me internaba el resplandor iba cegándome. Más nada importaba, sino avanzar en busca del regocijo; era uno de ellos. Pero pronto comencé a observar a alguien, y luego a otra y a otra y a otra persona más. Eran demasiadas y todas llevaban la misma marca en la frente, de la cual emanaba, una luz roja. Y como si alguien cortara el hilo que me sostenía en el aire, como si alguien me halara desde abajo tan fuerte, sorpresivamente comencé a caer. Todo esfuerzo por ponerme a flote fue fútil; estaba tan cansado que ni fuerzas tenía. Descendía rápidamente. Los antiguos reflejos que habían estado dormidos durante el vuelo, los sentidos que me habían sido otorgados desde el día de mi nacimiento, los recuerdos del despilfarro de dinero en moteles con hermosas nudistas cada fin de semana, el exceso de alcohol, los lujos innecesarios y los juegos en casinos, todo, todo había regresado a mi memoria, incluso recordaba haberme atragantado con uno de mis vómitos. Tenía ese miedo infernal que me obligó clamar auxilio, piedad; fue banal. Y con un grito sostenido, tras caer completamente, desperté en un lugar lejos de casa.


*****

Jamás he demeritado siquiera la obviedad; si la casa parecía deshabitada todavía quedaba la posibilidad de que no lo estuviera, y tan fuerte como pude grité, y varias veces más, exigiendo ayuda, pero nadie en el interior respondía. Aturdido, dado de baja, me eché en el suelo arenoso. Levanté la cabeza al oscuro cielo y vi que la luna estaba más grande y destellante que otras veces, plateando el lugar, la casa, que era enorme, toda de madera, con puertas y ventanas altas y de marcos gruesos; tenía un segundo piso y se notaba un desván; en la punta del techo había una cruz; alrededor había un amplio llano, un huerto, un jardín...algo descuidado y un tanque de agua a ras del suelo; escuché muy a lo lejos el ariete hidráulico trabajando, y los pasos de alguien en el interior de la casa, volví la vista a la ventana donde la cortina se movió por un instante y clamé socorro un par de veces más, pero nadie apareció; y permanecí atento al sitio.

-¡No te esfuerces! ¡Él no te entiende! –escuché una fuerte voz que provenía de un lugar distante. Y con gran entusiasmo, pregunté:
-¿Quién eres? ¿Sabes qué es todo esto?
-¡Me llaman Mayoral y ese es tu destino!
-¿De qué hablas? ¿Sabes en dónde estoy? –y no me contestó más esa noche. Me quedé cerca al cuchitril cuestionándome acerca de quién podría ser aquella persona que se interesó por mi dolido estado. Miraba a la ventana y me quedé aguardando.

La única certeza que tenía en relación al tiempo es que al fin era de mañana. En seguida apareció frente a mí un hombre de avanzada edad, de cabello entre gris y blanco, desordenado, de abundante bozo y barba, que despedía un olor a grajo, a berrinche, vistiendo sucio una camisa de mangas largas a cuadros y un jean desgastado, además de unas acabadas alpargatas. Traía un plato en sus manos. Me miraba fijamente, serio. Me levanté y noté que él era mucho más alto que yo. Y se acercó a dejarme el plato en el suelo arenoso.

-Vamos, Leo. A Comer –dijo. Me extrañó sobre manera como me llamó. Sólo los más conocidos, los más allegados, las personas de más confianza, me llaman así. De él no tenía ni idea.

No estaba confiado si acercarme o no; podría el plato contener algún narcótico que me tenía en el actual estado de desasosiego, delirante, el que me hacía imaginar todo. Pudo haber sido él quien, tal vez, le hubo echado algo al último trago de vodka que bebí en el casino y haberme traído luego para acá. Aunque no estaba seguro.
El hombre se retiró y se sentó a la sombra en una mecedora, a observarme sin decir nada. Ni yo tampoco le dije nada, ninguna cuestión. Al fin arrimé al plato e hice lo primero que hago antes de comer: oler. Aquella fría mezcla olía a fríjoles con papas, yucas y carne sudada. No era el mejor aroma, ni el mejor plato, ni la mejor presentación que acostumbraba. Pero admito que comí y con más gusto después del primer bocado.
Momento más tarde apareció otro hombre, un poco más joven, que ni se sorprendió al verme en ese estado. Cargaba una escopeta en el hombro izquierdo y en la mano derecha sostenía a dos liebres de las orejotas. A ese mismo lado lo acompañaba un pastor alemán, de buen pelaje, enérgico. Me desesperé en pedirle ayuda y se molestó.

-¿Qué le pasa a éste, tío? ¿Ya no conoce? –preguntó el hombre joven a mi supuesto captor.
-No se preocupe usted. Ha estado actuando él así de extraño desde la medianoche, como si no supiera en dónde ni con quiénes es que está tratando ni cuál es la mano que lo cobija y alimenta. Con decirle a usted que hace poco, cuando le traje las sobras, no me reconoció, pero sí que devoró el plato. Ha de ser ganas de hembra. Bien perro que éste ha resultado –terminó diciendo, y luego los dos rieron.
-¡Quiénes se creen ustedes para tratarme de esta manera! ¡Venga! ¡Respóndanme! ¿Qué, acaso no me escuchan? –vociferé fuertemente.
-No le preste usted atención. Recuerde lo que nuestros abuelos decían: “perro ladrador nunca buen mordedor”. Venga más bien usted y despellejemos a esas liebres que harta hambre está haciendo. ¡Míreles esa piel, haríamos unas buenas carpetas! ¡Y véales esas patas, no más, para la buena fortuna! Venga, déjelas allí, usted, en la poseta, mientras le traigo agua a Mayoral. Pobre, debe estar sediento.

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